Esta semana hemos visto colas de hasta cinco horas para llegar y hacer un selfie en uno de los puntos más emblemáticos y hermosos de la costa mallorquina: es Caló des Moro, una pequeña cala de aguas cristalinas de color turquesa, perteneciente al municipio de Santanyí, cuya belleza no tiene nada que envidiar a las playas del Caribe.
Los visitantes normalmente se hospedan fuera del municipio a decenas de kilómetros (en la isla no existen las centenas en línea recta) y, una vez allí, deben caminar unos minutos entre pinar hasta divisar la cala desde lo alto. Al bajar, encontrarán colas de personas que, ni aun habiendo sido avisados en la parte alta, querrán evitar.
El sufrimiento de la espera se verá recompensado por el disfrute, aunque éste vendrá, no solo por el placer de nadar en tan maravillosas aguas, sino por los comentarios de admiración de quienes vean las fotos panorámicas, o mejor aún sus selfies, en las redes sociales. Es la confirmación moderna del “yo estuve allí”.
El turismo de selfies tiene unas connotaciones interesantes, no solo por la necesidad que genera en el autor sino también por la que ejerce sobre los demás y sobre en el entorno, al crearse una necesidad inexistente de visitar ese punto. Es el efecto llamada. Del “yo estuve allí” al “yo también tengo que estar allí”.
Las vacaciones antes de la aparición de los selfies también se extendían más allá del disfrute in situ del viaje. El ser humano siempre ha necesitado alardear contando lo que hacía (a veces adornándolo), dónde había estado o con quién había estado. El padre de Miguel Bosé afirmó una vez que de qué servía haber conquistado a la mujer más bella del mundo, Ava Gadner, si no lo podía contar a sus amigos. Y eso hizo.
En la época de los selfies, la imagen sustituye la palabra pero impera la necesidad de certificar la autoría de la foto. Aunque sea en un resquicio de la esquina inferior del selfie, la seña de autenticidad la marca el rostro del autor. Es el NFT de los autorretratos pero sin pasar por la blockchain.
Los expertos aseguran que un exceso de selfies muestra una falta de autoestima porque quien abusa de ellos, tiene la necesidad de sentirse importante. Por eso, ¿de qué sirve hacerse un selfie si no lo enseñas? De ahí el creciente éxito de las redes sociales que ponderan más la imagen y restan peso al texto.
Pero incluso enseñarlo no basta. La necesidad va más allá: es importante que la acción tenga repercusión positiva. Un selfie con pocos “me gusta” generará frustración. La necesidad ya no está en contarlo sino que lo que se cuenta, tiene que gustar. Lo que antes era un acto propio, pasa a ser un acto de terceros, depositando así la satisfacción y la felicidad propia en manos de terceros. Triste, ¿no?
El Ayuntamiento de Santanyí ha decidido retirar el número de fotografías oficiales de Es Caló des Moro para evitar un efecto llamada. Lo curioso es que el efecto llamada es inevitable porque el de verdad es el que generan los selfies entre amigos y la necesidad de hacer lo que el otro ha hecho.
Ahora que Es Caló des Moro aparece en todos los informativos (efecto llamada amplificado a la máxima potencia), veamos cuánto tiempo tardan los abanderados de la inclusión en salir al paso para proponer el cambio de nombre de esta preciosa cala, al considerarlo poco adecuado y fomentar la discriminación racial. ¿Recuerdan aquella campaña del Ayuntamiento de Palma de 2019 en la que pretendían sustituir de nuestro lenguaje las palabras “negro” y “moro” en expresiones tan arraigadas como “dinero negro”, “vino negro”, o “figa de moro” (higo chumbo)? Pues eso.