En el mundo de ayer, como en el de hoy, había guerras e injusticia. Hemos estado a palos desde que salimos de las cavernas, y siempre hubo ricos y pobres, poderosos y sometidos, gentes libres y sojuzgadas. Aquellas diferencias alcanzaron su cenit en el Bajo Medievo, con guerras de religión a base de aceite hirviendo y toda la investigación y desarrollo de la época focalizadas en la invención de eficaces instrumentos de tortura.
Desde entonces hemos mejorado mucho. En promedio tardamos el triple de años en morir, comemos mejor y hemos ido al colegio desde pequeños. Uno piensa en los grandes hitos de la evolución reciente de la Humanidad y le vienen a la cabeza la abolición de la esclavitud, la creación del derecho internacional para resolver conflictos entre Estados, la extensión de las vacunas, el avance de los derechos de la mujer… Pero poco se habla de la importancia de los buenos modales como pieza fundamental del mecanismo que lleva siglos facilitando la convivencia entre personas desiguales.
Conviene no confundir los buenos modales con la educación. Hay patanes graduados en Oxford, y personas sin estudios que dan los buenos días en un parque como si pasearan por los jardines de Windsor. En estos tiempos de furia abunda el interés de algunos por asociar la cortesía a un status económico. Para los que pescan en las aguas revueltas del resentimiento social lo auténtico, lo natural, lo genuino es conducirse sin ataduras en el lenguaje, la vestimenta o los gestos en público. Este es un camino de vuelta al Bajo Medievo, sin el potro de tortura pero con móviles y redes sociales.
Los filtros nos permiten aguantar un rato a un petardo en una cena, escuchar una conversación incómoda o no recriminar a alguien en el cine su intenso olor corporal. No le decimos que es un pesado, un indiscreto o un guarro. Capeamos la situación y procuramos que no se repita. Mark Twain decía que en realidad la buena educación consistía en esconder lo bueno que pensamos de nosotros y lo malo que pensamos de los demás.
No sé si fue primero el huevo o la gallina, pero el progresivo encanallamiento de la vida pública, la visceralidad en las intervenciones, las faltas de respeto, incluso los gestos físicos de intimidación, tienen mucho que ver con esta pérdida del decoro. Desconozco si esta manera de hacer política es el reflejo de la sociedad en que vivimos, o si por el contrario es el matonismo político el que está empeorando las relaciones sociales. Seguramente ambas afirmaciones son ciertas y compatibles en el tiempo.
La extrema polarización está confundiendo a nuestros representantes sobre el papel de las instituciones democráticas. Hace unos días la presidenta de las Cortes de Aragón dejó con la mano colgando a una ministra y a una secretaria de Estado en una visita oficial. Marta Fernández, de Vox, olvidó que se encontraba allí representando a todos los aragoneses, no a sus votantes, del mismo modo que Irene Montero y Angela Rodríguez acudían al acto en nombre del gobierno de España, no de los votantes de Podemos.
Este desaire fue menor comparado con el espectáculo de esta semana en el Congreso de los Diputados. El miércoles asistimos al ejemplo grotesco de un político encaramado a una tribuna de oradores como si fuera un primate agarrado a un árbol. El tono pendenciero del socialista Oscar Puente superó todos los registros de agresividad verbal en una sesión de investidura.
No es casualidad que poco después un individuo con antecedentes por agresión y más chulo que Oscar Puente provocara un incidente con él en el AVE. Sin animo de justificar ninguna conducta violenta, este es el problema de comenzar a escupir. Siempre aparece alguien con ganas de hacerse viral en Tik Tok capaz de lanzar el hueso de la aceituna más lejos que tú.
Esta degeneración en las formas no es patrimonio exclusivo del socialismo patrio (recuerden a Pujalte y Hernando, dos portavoces populares que intervenían en el hemiciclo como si hablaran en la barra de un bar), pero se ha de reconocer que la izquierda está llevando la dialéctica camorrista a límites desconocidos hasta hoy en nuestra democracia.
La escalada de gestos es preocupante. A los primeros escraches podemitas siguieron los numeritos en el escaño y la entonación canallesca de Rufián. La semana pasada Joan Baldoví, de Compromís, amenazó a una diputada de Vox en las Cortes Valencianas. La guinda la ha puesto un concejal socialista, un tal Viondi, tocándole la cara al alcalde de Madrid en un pleno municipal.
Nuestros políticos leen poco. Tres años antes de nacer este energúmeno, el escritor alemán Heinrich Böll había recibido el Premio Nobel de Literatura. Con quince años Böll vio desfilar en su Colonia natal a las columnas de las SS, pero fue de los pocos estudiantes que se negaron a entrar en las juventudes hitlerianas. Se jugaba el ingreso en un campo de concentración, más o menos lo mismo que el tipo que hoy se declara desde Bruselas víctima de la represión del Estado español. Sin embargo, una vida dedicada a la crítica del extremismo de derecha en Alemania no le impidió a Böll escribir que “la cortesía es en realidad la forma más eficaz de desprecio”.