Yo estoy bastante convencido de que en algunas cosas nos estamos pareciendo cada día más a Argentina. Afortunadamente, aún nos queda un trecho hasta llegar a su ilimitada capacidad creativa. Ellos van siempre por delante de la historia, del mundo, de todos.
Vean si no esta genial idea que sólo se le ocurre a un buen nacionalista: ha dicho Cristina Fernández que a partir de ahora, desde el 1 de febrero, todos, absolutamente todos los productos que se importen en el país, tienen que pedir un permiso por escrito a la Administración Federal de Ingresos Públicos (una más de la infinidad de oficinas del Estado) la cual tiene la orden del Gobierno de rechazar la entrada de todo artículo homologable a otro que se fabrique en el país. O sea: si hay uno similar hecho en casa, fuera con lo importado.
¿Cómo no se nos había ocurrido? ¿Problemas de competitividad? Pues cerramos las puertas a lo que viene de fuera y entonces se produce un círculo virtuoso: consumimos lo que producimos y así, adiós complicaciones. La iniciativa pretende preservar el producto argentino y, de paso, crear empleo, porque para poder leer todas las peticiones de entrada de productos que se tramitan y poder contestar a cada una de ellas, es necesario un ejército de empleados públicos. Dos pájaros de un tiro.