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Francina Armengol hace historia

Por José Manuel Barquero
domingo 23 de marzo de 2025, 04:00h

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A estas alturas, todos entendemos que la pandemia, de una u otra forma, nos cambió a muchos. Esto es evidente en el ámbito de las relaciones laborales, especialmente entre los más jóvenes. Todo aquel drama, aquella incertidumbre, nos obligó a replantearnos algunos aspectos de nuestras vidas, por ejemplo, la manera de valorar el tiempo. La Gran Renuncia, el futuro es hoy, carpe diem, y todo eso. Después de aquella sobredosis de dolor, la gente no quiere sufrir si no es por algo estrictamente necesario. Y hace bien. Sucede que ese sano pasotismo, esa cierta sabiduría vital que evita angustiarnos por cosas que no han sucedido, también puede acarrear problemas, que a largo plazo tienen difícil solución.

Ya digo que la gente está en los viajes, el aperitivo, el ciclismo, la Champions, Netflix, los macroconciertos, el gym, Instagram, el tardeo y tal y tal. A mí me parece bien. Hay algunos que piensan que eso es vivir anestesiado. No estoy de acuerdo, porque conozco gente que tiene ilusión por correr el maratón de Nueva York una vez en su vida, y tiene los pies en la tierra. El problema es que el bombardeo incesante de ese tipo de estímulos tiene dos consecuencias: la primera, que nos aleja de realidades dolorosas, y eso significa que disminuye nuestro nivel de empatía hacia los demás. La segunda, que nos vuelve ciegos y sordos ante hechos graves que suceden en nuestra sociedad. O peor aún, no estamos ni ciegos ni sordos, simplemente no queremos ver ni oír.

La inmensa mayoría de ciudadanos que alcanzan momentos de felicidad (con minúscula) gracias a los viajes, el aperitivo, el ciclismo, la Champions, Netflix, los macroconciertos, el gym, Instagram y el tardeo, viven en países democráticos. Una filosofía de la vida hedonista es más complicada de poner en práctica en Irán, Corea del Norte, Venezuela o Rusia. Hablamos de gente normal, no de ultrarricos, claro. Y aquí llega la gran paradoja. Las posibilidades que ofrecen las sociedades libres para que los individuos busquen su bienestar emocional a través de placeres materiales, tienen un efecto secundario: funcionan como un narcótico, adormecen a los ciudadanos ante hechos graves que afectan precisamente a las bases del sistema que les permite ese tipo de vida.

Esto lo saben los políticos más avispados y con menos escrúpulos, que apelando a la necesidad de liderazgos fuertes en tiempos de zozobra, están horadando las democracias liberales desde dentro, haciéndolas mutar hacia sistemas autoritarios. Lo sabe Trump, lo sabe Orban, lo sabe Le Pen… y lo sabe Pedro Sánchez. Porque este no es un problema de izquierdas o de derechas, sino de los límites que uno está dispuesto a imponerse a sí mismo, o al menos respetar los que han regido para tus antecesores en el cargo.

En España están sucediendo cosas inauditas, pero parece que la gente está en la caña y en la tapa de calamares. Para que la tropa no se líe y pueda seguir feliz, aquí alguien lleva tiempo intentando convencernos de que la democracia es votar, y ya. La separación de poderes, la igualdad ante la Ley o la alternancia política (que implica no tomar decisiones desde el gobierno que la impidan, o la dificulten sobremanera, como ha hecho Orban en Hungría), son principios, como mínimo tan importantes, como el depositar el voto en una urna electoral.

Ayer vino Sánchez a Mallorca a dar unas lecciones de democracia. Fue la imagen de un pirómano inaugurando un parque de bomberos. El secretario general del PSOE se acaba de comprar con nuestro dinero un cacho grande de una empresa privada, Telefónica, para, entre otras cosas, quitarse de en medio al presidente del Grupo Prisa. Joseph Oughourlian le ha hecho frente a Pedro, y se ha negado a vender su joya de la corona, la editorial Santillana, para montar una tele sanchista, evitando así arruinarse. La maniobra es acojonante en una democracia por lo invasiva que resulta para la libertad de prensa y de empresa, pero si no sueltas por un momento el zurito y la gilda, ni te enteras.

Al lado de Sánchez, comparecía también en el Congreso del PSIB una Francina Armengol sonriente y entusiasta, que esta semana, cumpliendo órdenes de su jefe, ha perpetrado desde la presidencia del Congreso de los Diputados una auténtica tropelía jurídica. La chapuza ha pasado bastante desapercibida en la prensa local de Baleares, pero puede acabar con ella en los tribunales acusada de prevaricación. En nuestra democracia parlamentaria, el problema fundamental de Sánchez y Armengol es de números. O sea, que a pesar de ser socialistas y “estar en el lado correcto de la historia”, la gente no les vota lo suficiente. Pero eso no es problema para Sánchez, que ya dijo que podía gobernar sin una mayoría que apruebe sus leyes, ni para Armengol, que interpreta como una anomalía que el Senado introduzca enmiendas a una ley si su partido no tiene diputados suficientes para revertirlas. Francina ha tirado por la calle de en medio, para asombro de los letrados del Congreso, modificando un documento de la Cámara Alta en una maniobra sin precedentes en 47 años de democracia. Sánchez está pasando a a la historia por saltarse todas las líneas rojas. Y al parecer Armengol no quiere ser menos.

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