Socialismo podría definirse, acercándonos a la Escuela Austriaca de economía, como la intervención invasiva del Estado en áreas ajenas a su natural competencia. A mí me gusta ponerlo en conexión con el “principio de subsidiariedad” de la doctrina social de la Iglesia, según el cual el Estado no debe intervenir en todo aquello que pueden hacer unidades sociales más pequeñas (empresas, asociaciones, familias...)
Pues bien, sin ánimo de ponernos excesivamente técnicos, podemos afirmar que la gestión de la pandemia ha sido típicamente socialista en todo el mundo, e incluso que ha servido para evidenciar un incipiente y preocupante socialismo global encabezado por las grandes organizaciones internacionales en colaboración con las mayores corporaciones multinacionales. Se trataría en consecuencia, quizás, de un socialismo de tipo alemán, según la clasificación de Mises, que se caracteriza por la colaboración del Estado con las grandes empresas, en lugar de la total supresión del mercado y la propiedad privada, como sería el caso del socialismo ruso.
Ahora que parecemos hallarnos al principio del fin de la pandemia, ante el descenso de esta ‘sexta ola’ que podríamos llamar también ‘ómicron’, puede ser un buen momento para empezar a hacer balance. Y digo que parece el principio del fin porque, como habíamos anunciado en anteriores artículos, viendo la evolución del virus en países como Sudáfrica o Reino Unido, la ola desciende tan rápido como ascendió, cabe suponer que dejando una importante inmunidad adquirida. Los hospitales se han tensionado, pero no colapsado, gracias a la levedad de esta variante. Cabe esperar por tanto que en lo sucesivo el virus se pueda considerar endémico, pues el consenso generalizado es que en biología lo normal es que el virus vaya haciéndose más contagioso, pero menos letal.
Ello permitía ayer al primer ministro británico Boris Johnson anunciar el fin de todas las restricciones, tal vez en un movimiento oportunista para hacer olvidar sus deslices, pero no por ello una medida menos acertada. Es curioso cómo los medios hacen escarnio de Johnson mientras olvidan nuestros propios casos similares, algunos por estos lares. Sería deseable que también imitáramos a Johnson en estas medidas, en cuanto descienda la ola.
Pero volviendo al análisis de la gestión gubernamental de la pandemia, es de justicia destacar en primer lugar su papel en la creación del virus. Sí, porque los documentos que continúan filtrándose dejan cada vez más claro que el SARS-COV-2 es un virus artificial desarrollado en China con fondos públicos americanos. Esta semana ha trascendido el informe del DARPA (Defense Advanced Research Projects Agency, el cerebro del Pentágono) que explica cómo, publicado por Project Veritas y detallado en español por César Vidal y Lorenzo Ramírez, por ejemplo. Si usted desconoce esta información, debería preguntarse por qué. De modo que, para analizar el papel del Estado en la pandemia, podemos empezar por considerarle su causante.
A continuación, sin duda habría que analizar los confinamientos que, inducidos por China, se impusieron en la gran mayoría de países, descartando alternativas científicas como la protección selectiva de las personas especialmente vulnerables. Un buen comparador podría ser Suecia, uno de los pocos países que se resistió a esas medidas excepcionales. Pasarán décadas antes de que acabemos de pagar las consecuencias.
En relación con los confinamientos y la falta de debate con que se impusieron debe destacarse el dominio de los medios de comunicación de masas por parte de los gobiernos en colaboración con las grandes empresas. Ahí cabe destacar la censura de los discrepantes por parte de las grandes empresas tecnológicas, que con la excusa de la lucha contra la desinformación están acabando con la libertad de expresión.
Finalmente, es propio del socialismo apostar por una solución única universal cómo ha sido la de las vacunas, financiadas en buena parte con fondos públicos, monopolizadas por los gobiernos en cuanto a su adquisición y distribución, contratos opacos mediante, e impuestas incluso coactivamente a toda la población, niños incluidos. Por el contrario, tratamientos tempranos prometedores se han visto sospechosamente relegados.
Lo más pavoroso de todo ello ha sido cómo estas medidas liberticidas han sido acogidas y respaldadas con entusiasmo por la gran mayoría de la población convenientemente adoctrinada por el control casi absoluto de la información que recibe. El último ejemplo acabamos de verlo en Australia, donde el mejor jugador de tenis ha sido objeto de público escarnio y escarmiento por su resistencia a aceptar la solución universal impuesta por el socialismo global. El linchamiento llama especialmente la atención cuando este jugador acaba de superar la enfermedad y por tanto no supone riesgo sanitario alguno para nadie, o al menos supone menos riesgo que un vacunado. Ello pone de manifiesto que la discusión no es ya sanitaria, sino de sometimiento a las reglas impuestas por la mayoría, cualesquiera que sean. Y esa mayoría respalda ya, ante una enfermedad leve en más del 99% de los casos, un tratamiento médico obligatorio que ni siquiera evita el contagio y de efectos controvertidos y desconocidos a medio plazo, así como un control digital de la identidad y el cumplimiento. Ello nos deja en una posición ideal para que próximamente pueda hacerse realidad cualquier distopía totalitaria. Se ve que se nos ha pasado el efecto de la vacuna, pese a que cada vez más países siguen infectados.