A estas alturas a nadie se le escapa que el ejercicio público de la política tiene un punto teatral que se ha exacerbado en los últimos tiempos. Su puesta en escena implica un despliegue formidable de recursos fingidos para llegar a un público cuya atención cada día es más difícil de captar. Los profesionales de la comunicación política se esfuerzan por adaptarse a la inmediatez de los nuevos canales, que obliga a emitir mensajes cada vez más simples en formatos cada vez más cortos para receptores cada vez más saturados.
De aquí viene la búsqueda continua del zasca, la frase ocurrente, el corte de cien palabras redondas para Tik Tok y el telediario de las nueve. Pero la obsesión por este tipo de impactos en la audiencia resta credibilidad al discurso. Tanta hipérbole y tanta impostura no sólo degradan el debate sino que banalizan las expresiones más gruesas hasta convertirlas en gominolas infantiles que se lanzan desde la tribuna para “herir” al adversario. Alta traición, golpe de Estado, Estado opresor … ¿queda alguien que hoy se ofenda porque le llamen facha? La izquierda ha convertido el fascismo en una aspirina eficaz contra cualquier malestar que le provoque la discrepancia.
Hoy comprobamos que hasta las réplicas están escritas de antemano. Ante esa falta de improvisación el periodismo parlamentario se afana por encontrar gestos espontáneos que se salgan del guión. Una cabeza que se levanta rauda de la pantalla del móvil al escuchar una frase, una mano a la frente, una mirada al techo, un retorcerse en el escaño…
La única reacción natural que habíamos encontrado hasta ahora en Pedro Sánchez era su mandíbula apretada al escuchar algo que le generaba incomodidad. Poca cosa, la verdad, para alguien que con sus decisiones ha elevado la tensión del debate político a cotas desconocidas en nuestra democracia. A un hombre así se le debe reconocer el gesto estoico del que aguanta la crítica en su escaño sin inmutarse. Pero esta semana por primera vez perdió el control en su debate de investidura.
Es fácil fingir una sonrisa, un simple esbozo en boca y labios en el que cabe la ironía. La sonrisa es el umbral de entrada a la risa, un estadio superior que un actor de la categoría de Sánchez es capaz de simular sin problemas mientras otro orador le sitúa ante el espejo cruel de su hemeroteca, por ejemplo. Pero la carcajada es una risa impetuosa, descontrolada, un torrente incontenible que cuando se pretende falsear deviene en algo histriónico.
Las carcajadas de Sánchez en la tribuna del Congreso de los Diputados han recibido críticas por su falta de decoro. Ciertamente no resultó elegante el espectáculo, pero sus más fervientes admiradores pensarán que la elegancia le precedía colgada de su percha y de su traje azul eléctrico. El debate sobre si es admisible o no que en semejante escenario un candidato a presidente del Gobierno se descojone a mandíbula batiente de otro representante público ha eclipsado lo fundamental: acostumbrados ya a tantas mentiras de Sánchez, su carcajada sonó natural, no impostada.
Una corriente de sinceridad recorrió durante unos segundos el cuerpo del candidato a la investidura, incapaz de contener la risotada al recordar que el líder de un partido que obtuvo más votos que él había dicho en esa misma tribuna que renunciaba a ser presidente a cualquier precio. Si prestan atención a la escena en el segundo ataque trata de contenerse, pero no lo consigue. La psique de un hombre como Sánchez es incapaz de procesar esa frase de Feijóo sin estallar a reír.
Esta puede a ser la explicación a tantos botes de alegría en el balcón de Ferraz la noche que perdió las elecciones. En realidad la mente de Pedro jamás barajó la posibilidad de no ser presidente, le pidieran lo que le pidieran sus eventuales socios. Teniendo en su mano una sola oportunidad aritmética de sumar 176 votos, su cabeza le decía que cualquier otro desenlace era para partirse el pecho de la risa.
Feijóo había afirmado que hay límites que jamás traspasaría para alcanzar el poder. La lógica de Sánchez lo tradujo del siguiente modo: “no soy presidente porque no quiero”. Y aquel fue un chiste superior a sus fuerzas. De ahí sus espasmos, su mandíbula en esta ocasión aflojada, el tembleque de su voz cuando pretendía continuar hablando, la sangre afluyendo a sus mejillas. Sánchez jamás se sonroja por vergüenza, sólo de la risa.