No sé si debe de ser una impresión mía equivocada, pero desde hace unos años tengo la sensación de que hay menos fotomatones en las aceras y en las galerías subterráneas de nuestra querida ciudad.
Esa sensación se acrecentó aún un poco más hace unos días, cuando salí de casa con la intención de hacerme unas fotografías solamente para la renovación de mi tarjeta sanitaria del IB-Salut.
No exagero lo más mínimo si les digo que aquella mañana recorrí casi media Palma a pie sin conseguir encontrar ni una sola de esas inconfundibles casetas.
Como al mediodía no disponía ya de las suficientes energías para seguir andando e indagando, opté por entrar entonces en una copistería del casco antiguo, que, milagrosamente, contaba con un fotomatón en su interior. Tras pedirle permiso al encargado del comercio, me dirigí directamente hacia la máquina.
Al descorrer la mítica cortinilla plisada de color rojo y sentarme en la tradicional silla giratoria de color más o menos indefinido, me di cuenta de que todo el equipo estaba completamente digitalizado y computerizado, algo que en un primer momento me desconcertó un poco, pues a nivel vital yo me considero, esencialmente, un ciudadano analógico español de primera generación.
El hecho de tener ante mí una especie de cuadro de mandos más propio de una nave espacial que de una máquina terrenal, hizo que por unos instantes me sintiera casi como uno de esos futuros astronautas de la NASA que, en principio, volverán a la Luna en 2025. Solo me faltaban el casco, el pinganillo y el traje espacial.
Como iban pasando los minutos y yo no conseguía entender apenas nada de lo que una voz metalizada me iba diciendo sobre qué era lo que tenía que hacer en cada momento, estuve casi a punto de decidir abortar la misión, como el comandante aquel del Apolo XIII, pero por fortuna el encargado de la tienda acudió entonces en mi auxilio.
Al final, todo salió bien, pues tras unos pocos flashes y unos segundos de espera, conseguí mi ansiada foto y además por cuadruplicado, aunque para serles del todo sincero creo que no salí especialmente favorecido.
No sé, quizás me hubiera convenido más hacerme la foto en un photocall de postín con un poco de photoshop posterior por parte de un editor amigo, aunque también es verdad que ya desde bebé y luego ya posteriormente no fui nunca excesivamente fotogénico.
De hecho, en el retrato del citado fotomatón quedé tan mal como suelo quedar casi siempre, es decir como si fuera una estrella de Hollywood a la que la Policía de Los Ángeles le ha abierto una ficha policial por conducir bajo los efectos del alcohol o por haber provocado un escándalo en la vía pública.
Aun así, al final me armé de valor y entregué esa foto y el preceptivo impreso de renovación debidamente rellenado en mi centro de salud. Apenas un par de minutos después, ya tenía en mis manos mi nueva y reluciente tarjeta sanitaria.
Ahora ya sólo confío en que cuando alguna vez vaya a Son Espases o a Son Llàtzer con mi nueva tarjeta, no llamen de manera preventiva a los servicios de seguridad, bien para comprobar si tengo o no posibles antedecedentes policiales de algún tipo o bien para descartar que no soy alguna vieja estrella de Hollywood adicta a casi todo o muy descarriada.