Baleares tampoco ha escapado a la serie de altercados que se han recrudecido durante el fin de semana en gran parte del país como reacción a las restricciones impuestas para luchar contra la segunda oleada de coronavirus. En Ibiza, actos vandálicos y quema de contenedores siguieron este sábado a las movilizaciones convocadas contra el toque de queda.
El fenómeno se ha ido extendiendo por ciudades como Santander, Bilbao, Logroño, Sevilla, Granada, Burgos y, especialmente, Madrid y Barcelona. Las detenciones superan el medio centenar y los daños acumulados en comercios y mobiliario urbano son considerables. Estos incidentes -no coordinados entre sí, según la policía- parten, en principio, del clima de descontento por la gestión de la pandemia y por las restricciones que van ampliándose según se recrudecen las cifras de contagios; una protesta legítima en su origen contra las normas impuestas pero que ha derivado en vandalismo, robos y destrucción de una forma injustificable y que merece toda censura -además de la acción policial y judicial lógicas-.
El hecho, sin embargo -y a pesar de ser un fenómeno minoritario en el conjunto de la sociedad-, debería ser analizado con detenimiento por los responsables políticos, ya que la expansión de las protestas se ha radicalizado en España como en ningún otro país de nuestro entorno aunque aquí se hayan adoptado medidas menos severas. El perfil de los protagonistas de estos altercados tampoco es homogéneo, ya que incluye a ciudadanos disconformes con las restricciones pero también -y en gran proporción- a negacionistas, radicales, antisistema, ultras, menas, antidesahucios o, simplemente, delincuentes de libro. Una amalgama inusual que podría derivar en conflictos incomprensibles y de mayor envergadura.
Es necesario que los políticos encargados de gestionar la pandemia sepan leer la contestación social y reparen en una indignación que va creciendo de manera directamente proporcional a la falta de horizonte que se percibe a la salida de la crisis, generando un peligroso caldo de cultivo.
A la actuación policial contra esta oleada de delincuencia convendría añadir un plan de acción política que no aumente las incertidumbres sobre la gestión de la crisis. Porque la sociedad española no afronta este nuevo estado de alarma como afrontó el de marzo. A diferencia de entonces, ahora existe un notable cansancio ciudadano, una gran frustración por el escaso resultado del confinamiento anterior y una desconfianza creciente sobre la capacidad de quienes lideran todas las administraciones implicadas en esta crisis; un cóctel tan peligroso como propicio para aquellos que quieran sembrar la violencia y llevar aún más desánimo a una sociedad ya muy castigada.