En tiempos de incertidumbre surge la tentación de acudir a videntes para atisbar luz entre tanta negrura. El pitoniso más traído en estas semanas de virus, como siempre, ha sido Nostradamus. El médico francés dejó escritas 942 profecías anticipando todo tipo de desastres, empleando siempre un lenguaje críptico que ha necesitado durante siglos de sesudos exégetas para descifrarlo.
Nostradamus hablaba mucho y se le entendía poco, como a Pedro Sánchez, cuyos sermones sabatinos también necesitan interpretaciones creativas para que sepamos por dónde va él, y por dónde nos lleva a los demás. El penúltimo vaticinio del presidente fue el caos si una mayoría del Congreso le llevaba la contraria. Fue una predicción que, pronunciada desde la institución que concentra desde el 15 de Marzo unas cotas de poder desconocidas en nuestro país desde la muerte de Franco, acojona.
El estado de alarma le permite a Sánchez escribir en el BOE a vuelapluma, sin los controles ordinarios que se establecen en una democracia parlamentaria. Por eso mismo, vincular el cobro de las prestaciones por los ERTES a la prórroga incondicional de esos poderes excepcionales supone una indecencia que retrata la catadura moral del personaje: sumisión o hambre. Sería el ejemplo sencillo y perfecto de profecía autocumplida: dejar que se rompa todo y echar la culpa a los demás.
La cuestión de fondo no es el qué -un estado de alarma previsto en la Constitución para afrontar situaciones extraordinarias- sino el cómo. El presidente del Gobierno con menos votos y menos apoyos parlamentarios desde 1978 se conduce con una arrogancia y un desprecio por la oposición que no practicó ni Felipe González con sus 202 diputados. La amenaza de Casado de votar en contra, ejecutada con suma torpeza, obligó a César Augusto Sánchez, comandante en jefe de todos los ejércitos contra el coronavirus, a desmontar su magna cabalgadura y rebajarse a platicar con un par de legionarios, Arrimadas y Urkullu.
Con el caos hay que ir con cuidado. Comienzas a toquetearlo un poco y si no eres un artista se te va de las manos. Sucede lo mismo con el miedo, una eficaz argamasa para moldear a tu antojo a la plebe. Lo peligroso hoy es que el miedo y el caos van de la mano. Comenzamos a ver ciudadanos indignados por el desconfinamiento temiendo un rebrote, frente a otros que puestos a elegir entre el virus y perderlo todo… prefieren el virus. Esta disputa social que se avecina es coherente con la polarización a la que algunos han llevado a los españoles en beneficio propio. Si Sánchez había construido su carrera política cavando zanjas, no iba a dejar el vicio de un día para otro.
Nostradamus fue un charlatán, aunque al menos no salía por televisión. Puestos a elegir futuristas es preferible acudir a la ciencia. Raymond Kurzweil es un genio de la inteligencia artificial que en los últimos 30 años ha ido clavando decenas de predicciones sobre cómo la tecnología afectará a nuestras vidas. Pero su pensamiento filosófico va más allá de las máquinas. Según él, nuestra sensación interna del tiempo está determinada por el grado de caos del sistema. Cuando aumenta el caos, la percepción del paso del tiempo se enlentece. Y al contrario, el orden acelera la sensación del paso del tiempo.
Las últimas ocho semanas se nos han hecho eternas a la mayoría. No así al gobierno, que debe pensar que lo tiene todo controlado, sobre todo a los ciudadanos. A esta teoría del tiempo y el caos se debe agarrar Sánchez para pretender prorrogar el estado de alarma las veces que le parezca oportuno. El César se encuentra cómodo, sin prisas en medio de nuestro caos que es orden para él, pese a que catedráticos de Derecho Constitucional con nombres y apellidos le advierten a diario del uso torticero que está haciendo de esta figura constitucional. Para eso Sánchez tiene a sus expertos, en este caso anónimos.
Bob Dylan dijo que aceptaba el caos, pero que no estaba seguro que el caos le aceptara a él. Con Sánchez sucede lo mismo: está cómodo en su autoritarismo anómalo, pero es el caos el que no le acepta a él.